Hay mañanas con sabor amargo en las que te enfrentas a la muerte, muerte de una persona joven y llena de vida. A una familia destrozada por el dolor, el desgarro y por un desconcierto de pensar que esto no me puede estar pasando.

La muerte no discrimina, nos despoja de todo. La fama, la riqueza y el poder son todos inútiles en los solemnes momentos finales de la vida. Cuando el momento llega, en lo único que podemos confiar es en nosotros mismos. Ésta es una confrontación imponente ante la cual nos presentamos con la sola armadura de nuestra cruda humanidad, del registro real de lo que hemos hecho, de cómo hemos escogido vivir nuestras vidas. “¿He sido fiel a mí mismo? ¿Qué contribución he aportado yo al mundo? ¿Cuáles son mis satisfacciones o pesares?” Para morir bien, uno tiene que haber vivido bien. Para quienes han vivido fieles a sus convicciones, para quienes han trabajado por llevar felicidad a los demás, la muerte puede venir como un placentero descanso, como un sueño bien ganado después de un día de agradable ejercicio.

El estar consciente de la muerte nos permite vivir cada día y cada momento lleno de agradecimiento hacia la incomparable oportunidad que tenemos de crear algo durante nuestra estancia en la Tierra. Creo que para disfrutar de la verdadera felicidad debemos vivir cada momento como si fuese el último. El presente nunca volverá. Podemos hablar del pasado o del futuro, pero la única realidad que tenemos es este momento presente. Y el confrontar la realidad de la muerte realmente nos permite generar creatividad ilimitada, valor y alegría en cada momento que vivimos.

Nuestra sociedad actual ha alejado su mirada de este problema tan fundamental. Para la mayoría de las personas, la muerte es algo a temer, algo terrible o si no, sólo la ausencia de vida, algo hueco y vacío. Y la muerte ha llegado a ser considerada incluso como algo “antinatural.”.

No nos enseñan a entender la muerte y estoy segura que por eso tampoco sabemos entender la vida. Cada uno tenemos un tiempo, traemos un objetivo cuando nacemos. Unos necesitan 90 años para resolverlos y otros tan solo unas horas de vida para dejarnos su mensaje su por qué. Lo triste es que pocas veces somos capaces de entender el significado de dicho mensaje.

Yo me siento muy afortunada de ser creyente pues los cristianos sabemos que desde que Cristo venció la muerte y nos dio nueva vida, el cristiano mira a la muerte con una gran esperanza. Esto no quita, sin embargo, que uno sufra cuando ve que nos dejan los seres que más amamos, o sienta miedo cuando vea que le llega la hora de la enfermedad y de la muerte. Pero también, en medio del dolor y del sufrimiento, el cristiano puede levantar los ojos y contemplar a Cristo, que dio su vida por nosotros, que murió a nuestro lado, que nos rescató con su Resurrección y nos espera con los brazos abiertos en la vida futura.

Cristo nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Por medio de la muerte nosotros llegamos a la vida. No podemos estar en el Cielo si no dejamos la vida terrena. Por lo tanto, es un paso necesario para llegar al Cielo. La muerte a todos nos puede causar tristeza. Pero no nos puede abatir. ¡Cristo es la respuesta a la vida y a la muerte!